Cuento

Después del amor y al fin del partido

Luis Rico Chávez

Y yo me quedo con esa melancolía irremediable que
todos sentimos después del amor y al fin del partido
Eduardo Galeano

Mi interés por esta historia nació del aburrimiento. Llegué a la recepción del periódico y, tras leer las órdenes del jefe de sección (el Maistro Cis, un infumable que vivía de sus glorias pasadas, cronista de hechos en los que hacía creer que había sido el héroe, sucesos en los que ni siquiera había participado) consideré por enésima vez que me hallaba en el lugar y en el momento equivocados: “Cubrir entrenamiento de las Chivas. Entrevistas con los jugadores sobre su perspectiva del clásico contra el América. Rueda de prensa en el Club Santo Toribio Descalzo sobre la carrera en beneficio de los niños en situación de calle. Cubrir sus fuentes”. Un año y cinco meses con la misma rutina. Y llevaba la cuenta exacta no porque me entusiasmara el trabajo, sino porque al ingresar al periódico conocí a Amelia, y casi desde los primeros días iniciamos una relación que hasta el momento no ha hecho más que subir de intensidad. Pero esta no es mi historia y la de Amelia, perdón por el exabrupto.

Pregunté si había correspondencia o algún pendiente, y en lo que el de recepción trajinaba en su pleito de perros llegó el Ojos, fotógrafo de la sección y camarógrafo en los días de partido.

—Quiubas mi Willy, ¿ya se va al club? Véngase, ándele, ya nos está esperando el choferoz.

—No hay nada —me dijo el recepcionista. Le di las gracias y me fui tras el Ojos, que ya se encaminaba al estacionamiento del periódico.

—Por qué la urgencia —lo interrogué mientras me adaptaba a su trotecillo de perro neurótico.

—Porque yo sí chambeo… No que usted, la tiene refácil: puede llegar al final, agarrarse a dos o tres pelados, hacerles una pregunta pendeja y ya tiene su nota… Yo no: lo mío es arte. Tengo que estar desde el principio, atento a todo, esperando el momento justo para capturar lo que esculpe la luz, para eternizar el momento…

—¿Escupe la luz, dijo? No sea mamón, mi Ojos, de cuál fumó ahora o con quién quiere quedar bien —me burlé, aunque debo reconocer que de los mediocres (por no decir malitos o pésimos) fotógrafos de los medios locales él era el mejor y más de alguna de sus instantáneas tenía una calidad más que notable.

Ya nos aguardaba el vehículo e inmediatamente nos fuimos al club. Continuamos el diálogo con las bromas que solíamos gastarnos y en algún momento el Ojos recordó una conversación incidental y me dijo:

—Oiga mi Willy, usted que aspira al Nobel, le tengo una historia que le puede interesar. Un compa del barrio se le va a lanzar a su novia en el clásico; bueno, más bien le va a pedir matrimonio. Me pidió que lo transmitiera en cadena nacional…

—¿Y lo va a transmitir? ¿Es usted la madre Teresa o la doctora Corazón? Ni lo van a dejar andar de buena gente con sus compas ni ser el Cupido de la lente.

—Oh pinche Willy, usted siempre de aguafiestas. Quién se va a enterar, a menos que usted vaya de chiva. Lo voy a pasar como el color del partido y nadie me la va a hacer de tos. Pero qué, le interesa la historia o no.

—La neta es algo muy visto. Y le apuesto que el pobre pendejo se le lanza y ella le da calabazas.

—Qué le digo que con usted pura negatividad… Nel, yo los conozco de toda la vida y son de esos tortolitos que se creen aquello de que hasta que la muerte los separe.

—No, pues qué cursi. Y para qué quiero la historia si ni me la van a publicar. Ya ve al Maistro Cis, cualquier frase que no sea ramplona, o un lugar común del periodismo, le da patrás.

—¿Pues no que estaba escribiendo un libro de cuentos? Total, no escriba nada, y yo no le vuelvo a regalar historias, quién me manda andar de ofrecido.

—No sea chillón… Se le agradecen sus buenas intenciones y hay luego me presenta a su compa y a su futura para echar una platicada.

—No, ya no… primero anda de fruncidito y ahora dijo mi mamá que siempre sí.

Y así seguimos de cábulas hasta llegar al club y cada uno se dedicó a sus menesteres.

Nos volvimos a ver hasta el día del partido, yo resignado a soplarme noventa minutos de la mediocre exhibición a la que nos tiene acostumbrados nuestro pervertido futbol nacional, él firme en su puesto en mitad de la cancha, hacia la zona oriente.

—Quiubas mi Ojos, ¿qué dieciséis la vida? ¿Ya tiene ubicados a sus tortolitos?

—Pues claro, yo soy un profesional, no un improvisado como otros.

Y me hizo una señal mostrándome a los aficionados a los que en ese momento achicharraba el sol. Por supuesto que en el mar de fanáticos que se arremolinaban en el centro de las gradas no los distinguí. Hice un gesto vago y me despedí, a ocupar mi lugar como diligente cronista de las glorias de nuestro balompié nacional.

El partido transcurrió sin mayor cosa qué reseñar, salvo las metidas de pata de estos profesionales de alto rendimiento, con un salario que ni en sueños podría ver en mi noble trabajo de informar, el infumable cero a cero y la trifulca que se armó al final por una pifia arbitral.

Platiqué tras el último pitazo con el entrenador y con algunos de los jugadores. Me fui al periódico a aporrear las teclas y terminé la jornada con Amelia. En ningún momento me pasó por la cabeza la historia del compadre del Ojos.

El lunes por la mañana, al pasar a recoger mis asignaciones, no me encontré a nadie, y fue hasta la noche, cuando regresé al periódico a redactar mis notas que me enteré del suceso. El Ojos presidía un corrillo en el que escuché, conforme fui acercándome:

—Pues claro que está agüitado —decía en el tono doctoral de quien explica lo evidente—. Imagínense, hacer el oso ante millones de aficionados. Y yo también me siento mal… como que yo fui el que lo exhibió. Es más —dijo cambiando de semblante y de tono y señalándome con dedo flamígero al darse cuenta que me integraba al grupo—: el responsable es este, ave de mal agüero, que en cuanto se lo conté echó la sal y dijo que ella le iba a dar calabazas.

Me agarró en fuera de lugar y lo único que atiné a balbucir fue un obvio “de qué habla, mi Ojos”. Me pusieron al tanto. Durante el medio tiempo, el Ojos había enfocado a su vecino y a su novia, y en cadena nacional se vio el movimiento, entre los gritos y los chiflidos de la muchedumbre, del pobre diablo mostrando el anillo y el gesto de contrariedad de ella antes de salir de la toma.

Siguió un diálogo animado en el que cada uno apostillaba con filosóficas frases del sentido común, sin faltar los inevitables chistes de ocasión.

Al poco rato inició el noticiero de la noche, y cuando llegaron a la crónica del clásico inevitablemente pasaron las imágenes que eran la comidilla del momento, sobre todo porque se trataba del conocido de un conocido, y se notaba a leguas que había afectado al Ojos.

En el centro de la toma, entre fanáticos que gritaban, que levantaban y agitaban los brazos y se ahogaban en enormes vasos de cerveza, un fulano insignificante sacaba de su bolsillo un objeto, en un gesto ceremonial, lo acercaba a una mujer atenta a lo que ocurría en la cancha, lo abría con la otra mano (era obvio que se trataba de un estuche) y ella por fin prestaba atención, se daba cuenta de qué iba el asunto, negaba en un movimiento apenas perceptible y se abría paso entre los aficionados, dejando al pobre sin saber cómo reaccionar. Corte a comerciales.

El Ojos me platicó después que por la noche, al llegar al barrio, se enteró que la pareja, cada uno por su lado, se habían encerrada a piedra y lodo, y ni los más íntimos habían podido hablar con ellos, o por lo menos no soltaban prenda. Yo le pedí que me mantuviera al tanto, y que en cuanto hubiera oportunidad me los apalabrara para entrevistarlos. A esas alturas las bromas ya se habían agotado, y se comprometió a contarme cualquier novedad.

Comenzamos la semana y todo transcurría a su ritmo normal. Hacia el miércoles me contó que a ella se la había encontrado en algún momento de manera incidental, y se saludaron como siempre y que no había visto en ella nada fuera de lo común; él seguía atrincherado en su depresión, suponía. Pero el viernes lo vi con los ojos más saltones que de costumbre. Inmediatamente me abordó y me contó lo que ya toda la redacción sabía.

—¿Qué cree, mi Willy? Pues ándele que la fulana se peló. Ya traía, muy calladito, su asunto desde sabe cuándo. Que por la mañana llegó por ella un bato en un auto de lujo… mi jefa vio cuando treparon sus maletas, cuando se subió al carro y desaparecieron. Entre que mi jefa habló con la de ella y los chismes y las conjeturas de las vecinas, al parecer era un compañero de trabajo.

—¿Y entonces le hacía de chivo los tamales a su compadre?

—Ahora que lo pienso como que me doy cuenta que en esa relación había algo raro…

—¿Pues no me dijo el otro día que eran de esos de que hasta que la muerte los separe?

—Pues le he estado dando muchas vueltas al asunto y como que descubro cosas que antes no tomaba en cuenta. Su relación era anormal, pero como así son todas las del barrio, no nos parecía extraño. Desde que iban a la primaria siempre andaban juntos; en la secundaria se hicieron novios y, como todo el mundo, se peleaban, se separaban, volvían… Y así hasta que la muerte los separe, pensábamos todos. Yo platicaba más con él, y me contaba un poco de sus cosas; siempre que se separaban a él le afectaba mucho, era de pasarse borracho un día sí y otro también, de platicar sus penas a los compas, de gritar que ella era el amor de su vida y que sin ella no podía vivir y cursilerías por el estilo, como dirían algunos amargados que yo conozco… y ella, por compasión o por amor o yo creo más bien que por costumbre, regresaba con él. Pero no crea, mi Willy, ahora que lo pienso me acuerdo que ella tuvo más de una movida. Mi compa siempre ha sido fiel, nada más con ella, pero a ella yo le conocí dos o tres galanes en los ratos en que se separaban. La neta no creo que haya sido tan agradable andar con él, porque aparte de ser medio depre era encajoso y violento; incluso le echó bronca a uno de esos galanes cuando se enteró.

Y siguió contándome santo y seña de la relación, y en un paréntesis le pregunté sobre la posibilidad de entrevistarlo, y respondió que no lo había visto, pero que en cuanto hubiera algo me avisaba.

Pasó el fin de semana sin novedad, y hasta el martes se me acercó el Ojos para decirme que acababa de hablar con su compa, que todavía estaba agüitado pero que como que la iba librando; le mencionó mi interés por entrevistarlo, y aunque al principio se hizo el remolón, lo convenció con el argumento de que le haría bien desahogarse. Aceptó verme al siguiente día por la tarde.

Pero cuando llegué en la mañana a recoger mis asignaciones me di cuenta que el Maistro Cis me enviaba a Ciudad Guzmán a cubrir un encuentro nacional de jaripeo. Contacté al Ojos y le pedí que me disculpara con su compa y le pidiera otra fecha para vernos. En el transcurso de la tarde me mandó un mensaje y dijo que nos veríamos el sábado al mediodía. Lo agendé y me olvidé del asunto.

El sábado me levanté tarde (Amelia y yo nos habíamos ido de juerga y mi cuerpo aún resentía los estragos de la desvelada) y en cuanto revisé los pendientes me di cuenta que apenas tenía tiempo de llegar a la entrevista. Llamé al periódico por si había algún evento, pero hasta la tarde tenía un partido de beisbol. Llegué a la Consti (el barrio del Ojos) a la hora, y al irme acercando al domicilio que me había indicado, me sorprendió ver un vehículo del periódico. De la casa iban saliendo el Ojos y el Pollo, el reportero de la nota roja.

—¿Y usté qué hace por acá, mi Willy? ¿Viene a bajarme la chamba o qué? Usté es de deportes, así que úchala, zapatero a tus zapatos.

El Ojos se veía más desencajado que el día que transmitieron el desplante de su compa.

—Lo siento, mi Willy —me dijo al borde del llanto—, aquí ya no hay historia, llegamos tarde a la entrevista.

A su compa lo hallaron ahorcado en el baño. Me quedé sin palabras. Todos regresamos en silencio al periódico. Me vino a la memoria una frase de Eduardo Galeano, de su libro El futbol a sol y sombra. Sin duda, esto es lo que queda después del amor y al fin del partido.