Cuento
Por un sixLuis Rico Chávez
Me contó que el sábado al mediodía recibió un mensaje del Orejas. Le desea feliz cumpleaños (que había sido el viernes) y que él y el Chivo están puestísimos para festejar su mono. Nomás acabo un bisne y nos vemos, contestó. Los papás del Chivo habían salido, así que su casa, cerca del Parque de la Solidaridad, estaba disponible.
Comenzó el huateque como a las cinco. A la una de la mañana se les acabó el alcohol. Ya se habían emborrachado y se la habían bajado con un perico, así que estaban sedientos. Vamos por un six, propuso. No podía terminar su cumpleaños apañado por la ley seca, me dijo después. Además, tenía que regresar a su casa porque sus papás le habían organizado una fiesta para ese día, es decir, el domingo; quería llegar un rato a descansar y estar listo para la tarde, a la hora que llegaban los compadres y los demás gorrones.
Salieron por el six en la moto del Orejas, y cuando llegaron al Oxxo se dieron cuenta que ninguno llevaba dinero. Se les hizo fácil tomar las cervezas, trepar a la moto y salir disparados. Iban riendo la gracia cuando a las dos cuadras los detuvo una patrulla.
Los detuvieron. Lo que pasó después le resulta confuso. Solo vuelve a tener imágenes claras cuando está como en un sótano, esposado con las manos en alto, prácticamente colgando de unos tubos del techo; casi tenía que estar parado de puntas, a los pocos minutos ya no aguantaba. Estuvo solo no sabe cuánto tiempo; había poca luz y no se veían puertas ni ventanas. Desde donde estaba, y en su posición, solo veía una parte del sótano.
Luego trajeron a otro. Se parecía al Orejas, me dijo, y se refería a su estatura, pero más calote (fornido), orejón y de grandes narices. Estaba loco. Desde el principio no paró de gritar. Mentaba madres y decía que se las iba a partir a todos. A él le dio todavía más miedo. Trató de irse a un rincón, alejarse lo más posible. El Loco se dio cuenta y comenzó a insultarlo. Empezó a tirarle patadas. Por suerte la distancia que los separaba era mayor que el largo de sus piernas. Al otro le dio más coraje. Comenzó a sacudirse, tratando inútilmente de zafarse de las esposas. El sótano se llenó con el estridente ruido metálico de los eslabones y los tubos, los gritos del Loco. Comenzó a llorar, me dijo, no se pudo aguantar (aun ahora que me lo cuenta, que lo evoca, no puede evitar que sus ojos se aneguen).
El Loco seguía sacudiéndose, y colgándose de los tubos empezó a acercársele. Por fin la primera patada hizo blanco. Apenas le rozó el costado derecho, pero le ardió como si le hubieran arrancado la piel. Siguió gritando y tirando patadas al aire. Tuvo que hacer una pausa para tomar aire. Los poros de la nariz se contraían y se ensanchaban. Echaba espuma por la boca. Parecía que las orejas aleteaban. No paraba de gritar entre estertores. Luego, un silencio, apenas se oía la respiración entrecortada del Loco y sus sollozos y sus esfuerzos inútiles por escapar. El dolor en las muñecas era insoportable. Un silencio que parecía un presagio funesto, porque al poco rato estallaron de nuevo los ruidos metálicos y los gritos. El Loco avanzó un poco más. Quiso evitarlo pero reaccionó tarde. La patada lo alcanzó de lleno. Por la boca expulsó de golpe todo el aire, y creyó que se le iban también las entrañas. La vista se le nubló y el dolor de la siguiente andanada se recrudeció después, cuando estaba en su celda, con todo el cuerpo molido y lleno de moretones. Perdió otra vez la noción del tiempo. Su cabeza era una confusión de ruidos, como si en ese instante se hubiera concentrado todo lo que había entrado por sus orejas en las últimas horas. Volvió a tener noción de la realidad cuando el Loco, por quién sabe qué acrobacias de la violencia y el deseo insano de dañar, se había acercado lo suficiente para pasarle las piernas sobre los hombros. Le apretaba el cuello entre los muslos y él sentía que el aire y la vida se le iban. No aguantaba las manos. Parecía que agujas y el filo de mil puñales le cortaban cada milímetro de la piel. Ahora no era nada más su peso, sino también el del otro que parecían lanzarlo a un abismo en el que cada parte de su cuerpo era víctima de un dolor insoportable.
A sus espaldas, como entre la neblina de la inconsciencia, escuchó un golpe sordo (una puerta que se abre) y lo que le parecieron unas voces alegres. Habían entrado al sótano un par de policías que al captar la situación, en lugar de tratar de ayudarlo se burlaban de él y se reían a sus costillas. Por fin, cuando pensaba que ya no resistiría alejaron al Loco, no sin un gran esfuerzo y tras propinarle sus buenos macanazos.
Se lo llevaron a una celda y ahí lo tuvieron hasta que medio se borraron las marcas de los moretones y el escozor de sus muñecas. El Orejas y el Chivo salieron pronto, y no sufrieron nada de lo que él padeció. La única ocasión que se vieron le pidieron que se echara la culpa de todo; argumentaban que como el día de su detención todavía era menor de edad, lo soltarían pronto, y si los culpaban a ellos, mayores, los mandarían a la penal. Sí, es un imbécil, aceptó.
Evocaba con dolor esos días negros, lloraba en silencio. Desde la primera vez que nos vimos después de que salió, no se cansaba de prometerme que se iba a regenerar, pero cuando fue a despedirse del Orejas y del Chivo (a pesar de todas las que le hicieron) los de la Soli les echaron bronca y se armó gruesa, hasta hubo muertos. Todavía está prófugo. Hace un año que no lo veo y que no tengo noticias suyas. No creo que vaya a cumplir su promesa.
Este cuento se publicó en el número 6 (año 1) de la revista Engarce y en el 14 de www.agora127.com.